Época: II Guerra Mundial
Inicio: Año 1939
Fin: Año 1945

Antecedente:
La guerra se hace mundial: 1940-41



Comentario

Como sabemos, la decisión de Hitler de atacar a la Unión Soviética fue muy temprana. Las directivas para la misma ya estaban tomadas a fines de 1940 y, en realidad, la serie sucesiva de desastres que Italia proporcionó a la causa del Eje sólo tuvo como consecuencia un retraso de un mes en la puesta en marcha de la ofensiva alemana, cuya fecha definitiva sólo se decidió el mismo día en que los británicos reembarcaban desde Grecia. No parece en absoluto que este hecho jugara un papel determinante en el fracaso de la operación. La ofensiva alemana se inició un día antes del aniversario de la invasión napoleónica y resultó tan fatal como en aquel caso, pero "el general invierno", a quien el emperador francés responsabilizó de sus derrotas, sólo fue una de las causas de tal resultado en este caso.
Desde un principio, estuvo muy claro cuál era el propósito de la Alemania de Hitler. Se trataba de poner fuera de combate a la URSS en un plazo muy corto de tiempo. El Ejército Rojo sería rodeado y destruido junto a las fronteras, mediante una serie de movimientos de pinza, de modo que se pensaba que en cuatro semanas la victoria sería completa. Los primeros éxitos hicieron pensar incluso en la posibilidad de reducir todavía más este plazo. Para hacer posible esta resonante victoria, Alemania contaba con el núcleo de su Ejército, que no había cesado de crecer hasta un total de cinco millones de soldados, de los que tres -junto con medio millón más de los aliados- fueron empleados en este frente. Se trataba de un arma de guerra excepcional que había dominado Europa con un reducidísimo número de muertos, apenas unos setenta mil, cifra que para situar en sus términos habría que poner en relación con los 43.000 muertos por bombardeo en tan sólo un año de la batalla aérea en Londres. Esta capacidad ofensiva alemana puede dar una impresión de un Ejército moderno y mecanizado, pero tan sólo resulta parcialmente cierta, pues la ofensiva hacia la URSS también se emprendió con nada menos que 600.000 caballos.

El arma en la que el desgaste había sido mayor era la Aviación, pero el ataque por sorpresa supuso la destrucción masiva de unos 4.000 aparatos soviéticos, de modo que en la primera parte de la guerra la superioridad alemana fue absoluta y total. Alemania no triunfó en la guerra contra la URSS, pero fue ahora, con esta ofensiva, cuando quedó definitivamente demostrada la calidad de su Ejército. En vez de fulgurantes victorias, se tropezó con una inmensidad de espacio y de sufrimiento por parte del adversario, aunque sus tropas estuvieron a la altura de ese reto. Al final de la guerra, de sus 1.400 generales había muerto más de una tercera parte, en su inmensa mayoría luchando contra los soviéticos.

La ofensiva contra la URSS fue una revolución en el propio transcurso de la guerra y también en la concepción bélica contemporánea. En este frente, en efecto, se llevaron a cabo los combates más intensos y en los que participó un mayor número de efectivos humanos y materiales y en él, además, hubo más bajas que en todos los demás frentes juntos. De ahí deriva el crucial papel jugado por la Unión Soviética durante el período bélico y con posterioridad. Pero la novedad del tipo de guerra practicada en el frente oriental no radicó tan sólo en el volumen de los efectivos empleados sino, más aún, en su ferocidad. Antes de proceder a la invasión, Hitler ya había sido muy preciso con sus generales: las diferencias de raza e ideología hacían que ahora el combate con los soviéticos no pudiera librarse en absoluto con las condiciones de caballerosidad con las que luchaba de forma habitual Alemania.

Los eslavos eran seres inferiores y embrutecidos, dominados por comunistas y judíos, que debían quedar sometidos a la raza superior destinada a convertirlos en siervos. La tierra que ocupaban tenía que ser abandonada, las ciudades serían arrasadas y se practicaría una explotación sistemática de sus recursos materiales y humanos por déspotas feudales arios. Las minorías dirigentes debían ser sencillamente exterminadas y por ello no tiene nada de particular que el ataque al Este coincidiera con la puesta en práctica de lo que, por otra parte, resultaba inevitable de acuerdo con la ideología del racismo, es decir la "Solución final" o, lo que es lo mismo, el aniquilamiento de los judíos.

Hitler confiaba en obtener una victoria rápida, en parte por motivos objetivos, pero también por otros mucho menos justificados. Sabía de las purgas que habían pulverizado a la oficialidad soviética. Gracias a ellas, Stalin no pudo contar con tres de sus cinco mariscales, trece de sus quince jefes de Ejército, más de la mitad de los generales de división y casi idéntica proporción de los de brigada. Pero, como contrapartida, no tuvo en cuenta la capacidad de movilización y de resistencia de los soviéticos. Aunque Alemania producía en 1940 casi el doble de acero que la URSS, ésta pronto concentró con mayor decisión sus esfuerzos en la guerra y fue capaz de producir más de 20.000 carros y 10.000 aviones al año, cifras que en un principio fueron superiores a las alemanas. Pero, sobre todo, el Führer ignoró esa capacidad de resistencia del soldado ruso, del que Federico el Grande decía que era necesario matarle dos veces y luego darle la vuelta para ver si había muerto. La propia brutalidad de la guerra emprendida por los alemanes -que tomaron casi seis millones de prisioneros y más de la mitad murió como consecuencia del trato recibido- no tuvo más consecuencia que la de fomentar la resistencia enemiga y a ello contribuyó que Stalin respondiera con idéntica dureza. Para él, quienes caían en manos del adversario eran poco menos que traidores confesos y no prisioneros.

Si la guerra fue brutal, fue porque tuvo al frente como protagonistas esenciales a dos dictadores sin piedad, para cada uno de los cuales ésta fue su experiencia biográfica fundamental. Stalin no podía ignorar que, en un plazo más o menos largo, Hitler le atacaría, pero es probable que pensara que disponía aún de tiempo. La mejor prueba de ello es quizá el hecho de que detuvo la purga del mando militar y preparó nuevos tipos de armas, entre las cuales figuraban tanques de mayor tamaño que los alemanes. Pero, de momento, la preparación soviética para enfrentarse con el Ejército alemán resultó poco menos que nula. Stalin desoyó las advertencias de los anglosajones, no tuvo en cuenta los vuelos de reconocimiento alemanes en su propio territorio e incluso su primera reacción ante el ataque fue de tal incredulidad que pretendió que fuera interpretado como una provocación de quien estaba enfrente.

Llegó incluso a desaparecer durante unos días, fuera porque estuviera paralizado por el terror o porque quisiera que las responsabilidades de las primeras derrotas recayeran sobre otros. Más adelante, sin embargo, reaccionó asumiendo todas las decisiones cruciales. Se convirtió en un jefe que hablaba a los soviéticos paternalmente y parecía carente de otra connotación política que no fuera la patriótica. Pero su liderazgo fue tan férreo que pudo trasladar a doce millones de personas supuestamente sospechosas a la retaguardia; en realidad, no se les podía reprochar absolutamente nada, pero estas deportaciones se mantuvieron vigentes hasta los años sesenta.

Carecía Stalin de las intuiciones estratégicas de Hitler y cometió frecuentes errores, como, por ejemplo, en la primera fase de la guerra, iniciar ofensivas para las que no tenía fuerzas suficientes. Incluso sus anteriores conquistas fueron contraproducentes, porque trasladaron sus ejércitos a las fronteras, más a mano de sus adversarios que con anterioridad. Todo eso parece demostrar que su alianza pasada con Hitler no le reportó ventaja alguna en última instancia. En sus Memorias, Churchill recuerda que Molotov, el segundo de Stalin, se preguntaba si los soviéticos "se merecían" el ataque alemán y concluye que la diosa de la venganza, Némesis, dio las pruebas de que sí.

En cuanto a los errores de Hitler, a pesar de anteriores aciertos, fueron más numerosos y graves. Obsesionado por la guerra con la Rusia soviética, nunca dudó que debía desencadenarla, a pesar de la resistencia de alguno de sus colaboradores. Convencido de que duraría poco, de forma inmediata ordenó orientar la producción hacia la Aviación y la Marina, como si ya no le quedaran más adversarios que los anglosajones. Muy pronto, sus propios generales apreciaron en él ideas absurdas o de imposible cumplimiento. Su despotismo podía servir para impedir el desmoronamiento del frente propio -como sucedió, por ejemplo, a fines de 1941- pero a menudo se perdía en extravagancias, como afirmar que era inconveniente iniciar una guerra en viernes, información que le transmitió al solícito Mussolini.

Si en la derrota francesa había jugado un papel decisivo la capacidad de Hitler de pasar por encima de sus generales y optar por la audacia, en el caso de la URSS hubiera hecho mucho mejor haciendo caso al más innovador de ellos, Guderian, que hubiera preferido que se le ordenara una penetración muy decidida, incluso olvidando el enemigo que quedaba en retaguardia. Hitler, por el contrario, optó por una estrategia de ir envolviendo sucesivamente a masas adversarias, lo que daba la impresión de producir victorias decisivas cuando no era realmente así y, además, osciló varias veces en su opinión acerca de cuál había de ser la dirección principal de la penetración propia.

La ofensiva se inició el 22 de junio y dio la sensación inicial de triunfar en toda la línea. En dos batallas envolventes sucesivas, los alemanes capturaron más de medio millón de soldados enemigos y tuvieron la sensación de que la guerra todavía sería más corta de lo previsto. Sin embargo, los resultados iniciales de apariencia próspera ocultaban la realidad de que se habían perdido algunas excelentes oportunidades. La mejor de ellas hubiera sido la captura de Murmansk, el puerto de aguas cálidas en el Ártico, por donde les llegaría luego a los soviéticos la ayuda anglosajona. Además, pronto fue evidente también que la inmensidad del espacio ruso planteaba dificultades logísticas excepcionales.

A pesar de que el ataque se había desarrollado en las mejores condiciones, los alemanes debieron detenerse durante algún tiempo. Luego reanudaron su avance con otras dos batallas envolventes en la zona central y en el frente Sur, que produjeron cada una de ellas más de medio millón más de prisioneros soviéticos. Gracias a ellas, pudieron tomar Esmolensko y Kiev, pero la misma ocupación de esta segunda ciudad, efectuada en septiembre, denotaba los titubeos de Hitler quien, en vez de concentrar sus esfuerzos en dirección a Moscú, parecía ahora optar por dirigirse hacia el Sur, donde se concentraba gran parte de la riqueza económica de la Unión Soviética. A estas alturas, además, habían aparecido las primeras armas sorpresa de los rusos, como los "Katiusha" o baterías de misiles, también denominados "órganos de Stalin", de una enorme potencia destructora. Cuando los alemanes volvieron a concentrar sus esfuerzos bélicos en dirección hacia el Norte, lograron, aun con crecientes dificultades, proseguir su avance. Las avanzadas llegaron apenas a una veintena de kilómetros de Moscú, donde se produjeron algunas escenas de auténtico pánico.

A todo esto, cada uno de los contendientes había obtenido ayuda de sus aliados. La guerra contra la Unión Soviética proporcionó a Alemania la oportunidad de convertirse en la ejemplificación del anticomunismo, pero la ayuda -escasamente deseada- de unidades voluntarias o regulares de otros países del Este europeo o del Mediterráneo supuso poco en el desarrollo del conflicto. En cambio, para los soviéticos la ayuda anglosajona fue muy importante. En menos de un mes, Gran Bretaña firmó un pacto con la URSS y, a continuación, llegó a enviar hasta cuarenta convoyes marítimos hacia Murmansk. Churchill había sido desde siempre un caracterizado anticomunista, pero estaba dispuesto a pactar incluso con el mismo diablo con tal de conseguir a estas alturas un aliado contra Hitler. Stalin siempre fue un colaborador muy incómodo que no dejó nunca de exigir la inmediata apertura de un segundo frente, pero por el momento pareció aceptar que no se le hicieran concesiones territoriales. Tampoco dio facilidades de ningún tipo respecto a Japón cuando este país entró en la guerra contra los Estados Unidos.

En parte, ello se explica porque fue la seguridad de tener la retaguardia bien cubierta lo que hizo posible la contraofensiva soviética, iniciada en diciembre del mismo 1941. Stalin recurrió ahora a la figura de mayor prestigio del Ejército Rojo, Zhukov, y a las divisiones siberianas que, durante años, se habían fogueado en una guerra no declarada contra el Japón. El clima, además, favoreció de forma considerable a los soviéticos con el adelanto de un invierno para el que los alemanes, que habían pensado en conseguir una victoria en tan sólo unas semanas, no estaban ni remotamente preparados. La ofensiva hizo retroceder a las tropas de Hitler e incluso en algún momento produjo entre ellas un fenómeno inédito, la aparición del pánico que, hasta el momento en esta guerra, los alemanes sólo habían podido observar en el adversario.

En gran medida, fue la intervención de Hitler la que consiguió que el frente no se derrumbara, pero para ello debió relevar a buena parte de los altos mandos y ordenar taxativamente que no hubiera retrocesos. La alta calidad de la oficialidad alemana constituyó un factor decisivo para que no tuviera lugar un desastre. Ninguna gran unidad fue rodeada y las que lo fueron temporalmente, aprovisionadas desde el aire, resistieron hasta el momento de ser auxiliadas. En enero de 1942, se produjo una nueva ofensiva rusa, que vino a confirmar la idea de que las expectativas de rápida conclusión de la guerra carecían de fundamento. No sólo había fracasado la Alemania de Hitler, sino que a partir de este momento se inició su decadencia como poder militar. La "Guerra relámpago" -Blitzkrieg-, que le había proporcionado sus mejores éxitos, ahora parecía de imposible puesta en práctica, tanto porque no existía ese punto de aplicación gracias a cuyo derrumbamiento colapsaba el frente adversario, como por las enormes dificultades logísticas que impedían sacar el provecho total de una victoria inicial.

Pero esto es adelantar acontecimientos, porque en el frente oriental, ante el aparente resultado en tablas entre los dos contendientes, el resultado de su confrontación quedó pendiente hasta la campaña de verano de 1942. Mientras tanto, en el Norte de África los británicos, aunque manteniendo la iniciativa, perdieron a lo largo de todo el año 1941 la oportunidad de liquidar la presencia adversaria. En marzo, la llegada de Rommel, audaz y austero general alemán, y el envío de refuerzos a Grecia habían provocado el retroceso hacia Egipto, dejando en la retaguardia a Tobruk como posición fortificada cercada por el adversario. La posterior ofensiva de fines de año hizo retroceder a las fuerzas del Eje fuera de Cirenaica, pero no fue decisoria porque el núcleo de las tropas enemigas logró evadirse, ni tampoco logró atraer fuerzas alemanas hacia un frente que Hitler siempre consideró secundario.